Hace más de 35 años se inició en Chile una serie de gravísimos acontecimientos, ya convenientemente olvidados, que estremecieron en lo más profundo a toda la Nación.
El entonces senador Salvador Allende se encargaba de rescatar de la persecución de la ley a un puñado de guerrilleros extranjeros. Era su contribución a la OLAS, la Organización Latinoamericana de Solidaridad de los marxistas. No fueron muchos los que advirtieron aquí el punto de partida de la estrategia izquierdista para instalar en Chile una dictadura de corte castrista, cuando les llegara la oportunidad.
La obcecación de la Democracia Cristiana, al empecinarse en una candidatura imposible de Radomiro Tomic, permitió la dispersión del voto democrático anti-comunista, la derrota de Jorge Alessandri y el triunfo de la Unidad Popular en las elecciones presidenciales de 1970. Pocos recuerdan los escalofríos de remordimiento que experimentaron muchos adherentes a la DC.
En un fallido intento de evitar la llegada al poder del presidente electo Salvador Allende, sectores anti-marxistas idearon forzar la intervención de las FF. AA. mediante el secuestro incruento del Comandante en Jefe del Ejército, general René Schneider. Fueron infiltrados por la izquierda, y el extremista José Jaime Melgosa Garay se encargó de asesinar a Schneider.
Dada la inmensa conmoción nacional que provocó este triste hecho, puede que uno que otro político de hoy día recuerde el episodio.
Ya asumido el poder por Allende, el 8 de junio de 1971 un comando de la VOP (Vanguardia Organizada del Pueblo, de corte castrista-marxista) asesinó a mansalva al ex Vice-Presidente de la República Edmundo Pérez Zujovic, miembro de la DC. El grupo de asesinos era integrado, entre otros, por los hermanos Rivera Calderón, “jóvenes idealistas” indultados por Allende respecto de cinco asesinatos previos de su autoría. En consideración a la enorme consternación que esto produjo en la Nación, es probable que algún ex-camarada de Pérez Zujovic tenga memoria del acontecimiento.
Viene a continuación una interminable seguidilla de expropiaciones agrarias, tomas de industrias, huelgas y paros, clausura de comercios, amedrentamiento de periodistas, cierre de radioemisoras, diarios y canales de TV que se alineaban con la oposición al gobierno de la UP, y una macabra serie de etcéteras imposibles de detallar. Ello, y la economía totalmente destruida –lo que se pretendió ocultar con el racionamiento y las JAP, juntas de abastecimientos y precios– sumado al intento de establecer un sistema de educación al estilo comunista-estalinista con la ENU, escuela nacional unificada, provocaron un tremendo resentimiento en el alma nacional. Esto puede verse reflejado claramente en los titulares de “El Siglo”, “Clarín” y “Punto Final”, de signo izquierdista, y “La Tribuna”, “Qué Pasa” y “PEC”, de corte democrático. Claro está que todo lo anterior, probablemente por su poca importancia, ha quedado en el olvido de la clase política, lo mismo que el asesinato del edecán naval del Presidente Allende, Comandante Araya, la campaña de soberanía cubana desplegada personalmente por Fidel Castro en territorio chileno, o el terrorismo impuesto en las calles por los extremistas del GAP (grupo de amigos personales de Allende) con sus Fiat 125 y sus metralletas.
El 29 de junio de 1973 los tanques del coronel Roberto Souper Onfray se dieron una vuelta disparando por el centro de Santiago, lo que muchos vieron como un indicio del descontento militar por la situación en que se encontraba el país. Por esos mismos días el senador Patricio Aylwin se encargaba de liderar a la CODE (Condeferación Democrática), que abarcando un amplio espectro de sectores radicales e independientes, el Partido Nacional, Patria y Libertad y el Partido Demócrata Cristiano, representaba la versión civil del descontento nacional. Hay que ser justos y reconocer que ninguno de los actores políticos de esa época está obligado a tener buena memoria, mucho menos en estos aspectos.
El 23 de agosto de 1973, por una abrumadora mayoría, la Cámara de Diputados aprobaba un Acuerdo que declaraba ilegal al gobierno de Allende y llamaba a las FF. AA. a asumir sus responsabilidades para el resguardo de la integridad nacional. Puede ser que muchos actuales parlamentarios se acuerden de este detalle.
Parte de lo que sigue sí es recordado por todos, aún por quienes no habían nacido el 11 de septiembre de 1973, en un impresionante rebrote de la memoria colectiva. Pero no todo. Están olvidados los ataques a carabineros, militares y detectives, el asesinato del Intendente de Santiago general Carol Urzúa, del coronel Roger Vergara y de muchos más.
¿Estaba Chile en guerra?
Hasta el más desaprensivo analista (“opinólogo”, diríamos hoy) tiene que haber comprendido entonces por qué el país estaba declarado en estado de guerra interna. La vedad es que ella se arrastraba, larvada o en descubierto, ya desde los años 60.
Y ocurre que los militares tienen la obligación de ganar las guerras. Es su deber y razón de existir. Para eso están. Y las guerras no se ganan usando guantes de seda, balas de salva o corvos de utilería. Se ganan combatiendo. Y en el combate cae gente de ambos lados, y en el fragor de la lucha se cometen excesos por ambos lados. Y en Chile se cometieron, a qué dudarlo.
Por eso mismo, y con el claro propósito de terminar con la guerra y pacificar al país, el Gobierno Militar decidió en 1978 dictar la Ley de Amnistía. O sea, poner “punto final” –¿y por qué no?– a la división y la lucha fraticida, permitiendo a los actores involucrados, tanto en actos terroristas como en excesos represivos, deponer el tema y reintegrarse a la normalidad.
Esa ley tuvo vigencia real. La izquierda debería recordarlo. Más de 750 personas involucradas en delitos de corte subversivo-terrorista se vieron favorecidas con la amnistía. Hasta Nelson Gutiérrez, de la más alta jerarquía del MIR (Movimiento de Izquierda Revolucionaria) –quien actuó representado por el abogado de DD. HH. Héctor Salazar– fue amnistiado.
También tuvo plena vigencia la ancestral institución llamada “prescripción”, que mediante el inexorable y benéfico transcurso del tiempo trae olvido y perdón a un hecho delictual. Podría apostarse a que Carlos Altamirano y Oscar Guillermo Garretón recuerdan que la prescripción los salvó de su responsabilidad en el proceso por intento de subversión en la Armada de Chile, aunque muchos de sus correligionarios lo hayan olvidado.
Otra institución jurídica ancestral, como es aquella llamada “indulto” –que en estos días ha permitido dejar libres de polvo y paja a numerosos narcotraficantes en nuestro país– operó generosamente. Casi 300 indultos dictados por el Presidente Patricio Aylwin favorecieron a otros tantos condenados por delitos terroristas, por infracción a la Ley de Control de Armas y por maltrato de obra a Carabineros. Había entre ellos varios condenados a cadena perpetua por homicidio calificado.
Hasta ahí, entonces, tres principios consagrados casi universalmente –amnistía, prescripción e indulto– cumplieron su propósito: pacificar y poner “punto final” a las situaciones comentadas.
Pero hubo un cambio repentino, inexplicable y pernicioso en el panorama del proceso pacificador. Sin tener siquiera atribuciones para hacerlo, el Presidente Aylwin –a quien sus alumnos de derecho en la Universidad de Chile recuerdan por sus enseñanzas sobre la separación de los poderes del Estado, la majestad de la ley y la vigencia del Estado de Derecho– instruyó al Poder Judicial en el sentido de desatender la vigencia de la Ley de Amnistía y del principio de la prescripción, con un encubierto propósito de perseguir a los militares –claro, ya no había extremistas a quienes perjudicar– en lo que se llamó la “doctrina Aylwin”.
A poco andar, los jueces se entusiasmaron, y no sólo dejaron de aplicar la ley en lo que a amnistía y prescripción se refiere, sino que también ampliaron su incumplimiento al principio de la “cosa juzgada” y crearon la ficción legal del “secuestro permanente”, con lo cual hasta hoy se auto-eximen de la aplicación de aquellos conceptos y preceptos básicos.
Probablemente sean los jueces los únicos que se han visto conmovidos por la actual suerte de personas que han permanecido por 30 años secuestradas, probablemente mal alimentadas, desatendidas en sus necesidades de salud y abrigo, cuidadosa y onerosamente ocultadas y presumiblemente sepultadas a escondidas en caso de fallecimiento por vejez o enfermedad. Algo que nadie, ni siquiera los familiares de los llamados “detenidos desparecidos”, dentro de su comprensible dolor, se creen. Pero como la justicia es ciega, es más fácil no ver...
Como resultado del curso descrito, hoy tenemos que existen más de 300 procesos abiertos y pendientes, por hechos acaecidos durante la vigencia de la Ley de Amnistía, es decir, antes de 1978. A ojos de buen cubero, alrededor de 25 años atrás. A ojos de cualquier postulante a la Escuela de Derecho, allí debió aplicarse la amnistía y la prescripción. Muchos de esos procesos han sido “reabiertos” después de ser correctamente sobreseídos por amnistía o prescripción. A ojos de un estudiante de primer año de derecho, allí debió regir el imperio de la cosa juzgada.
Producto de todo ello es que hoy por hoy cientos de uniformados de todas las ramas –en servicio activo o en retiro– deben desfilar incesantemente por los Tribunales, deben verse sometidos a numerosos, interminables, reiterados y redundantes interrogatorios, y deben cumplir sucesivos períodos de prisión preventiva. Todo ello para que –si efectivamente estamos en un Estado de Derecho y efectivamente se cumplan las leyes vigentes– esos uniformados inculpados deban en definitiva ser beneficiados con la amnistía o la prescripción, con lo cual habría “punto final”... sólo que quizá cuándo...
Por estos días, el Consejo de Defensa del Estado (CDE), y concretamente su presidenta Clara Szczaranski, han dado indicios de que se impondrá la cordura y se intentará restablecer la legalidad, al reconocerse la vigencia de la Ley de Amnistía.
Si el organismo rector de la defensa de los intereses del Estado de Chile, como lo es el CDE, se manifiesta en el sentido recién indicado, surge una pregunta de buena fe:
¿En qué topa el Presidente Ricardo Lagos para pasar a la historia, no sólo por sus autopistas y obras viales, por su preocupación por doña Juanita, sus TLC o su brillante oratoria en idioma inglés, sino también como el gobernante que puso fin a una guerra larvada o abierta de ya varias décadas, pacificando definitivamente a Chile?
Si el Presidente Aylwin pudo instruir erróneamente al Poder Judicial en un sentido, ¿por qué no puede el Presidente Lagos enviar a ese estamento una señal correctiva contraria, moderna, acorde con el sentir nacional –toda encuesta arroja un “basta ya”– y con lo que debe ser la legalidad vigente y el sentido común? Simplemente: “Aplíquese la ley vigente. Amnistía, prescripción y cosa juzgada. Si es necesario indulto, de eso me encargo yo”.
Todo esto puede sonar a “punto final”. ¿Y por qué no?
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