El Presidente Pinochet no fue uno de esos personajes. Más allá de la forma en que algunos hoy pretenden presentarlo a la historia, no llegó a asumir la conducción de Chile como consecuencia de una vida destinada a obtener el poder político. Fue el caos político, económico, la polarización de la sociedad y la violencia lo que llevó a las FF.AA. al gobierno. El Presidente Pinochet debió cargar con los inevitables efectos de restaurar el orden en una sociedad dividida. Que su instinto no era usar livianamente las armas de la guerra lo demuestra la delicadeza y visión con que condujo las diferencias con nuestros países limítrofes, en particular con Argentina para evitar la guerra. Al finalizar su gobierno, el país había restaurado su democracia y ha podido seguir viviendo en paz. Ése es el balance de su gobierno.
Lo que es mucho más difícil de explicar, dada su formación, es su visión para reformar la economía chilena y sentar las bases del período de desarrollo más exitoso de nuestra historia. Las condiciones iniciales no podían haber sido menos auspiciosas: la inflación desbordaba el 500%, existía un agudo desabastecimiento, las cuentas externas eran incontrolables, el gobierno tenía un déficit superior al 25% del PIB y la tasa de ahorro era de 6% y la inversión de 7,9%. En suma, la pérdida de la racionalidad en las políticas públicas era total, la productividad se desplomaba y el caos reinaba. La racionalidad económica desaparecía en manos de las veleidades y conveniencias políticas.
Desgraciadamente al poco tiempo de asumir las responsabilidades de reconstruir el país, las cosas se complicaron muchísimo más. En 1975 la economía mundial se desplomó: el precio del cobre cayó y el petróleo se fue a las nubes. Para comprender la gravedad de la situación basta pensar que desde 1964 hasta 1974, durante 10 años el precio del cobre estuvo en los niveles históricos más altos, similares a los de hoy. Poco después estaba dentro de los más bajos. En cifras de hoy, pasó de más de US$ 3 a US$ 1 y por mucho tiempo. Pero el país no sólo no había hecho ninguna reserva, como se plantea y se hace hoy, sino que había gastado todo girando contra los buenos años.
En ese momento la institucionalidad económica no era ni la sombra de lo que es hoy. Nuestras empresas públicas y privadas no eran capaces de competir en el mundo, su productividad era pobrísima y se deterioraba rápidamente. La calidad de las instituciones y políticas públicas era de las peores del mundo.
El Presidente Pinochet comprendió que el problema no era sólo tener que enfrentar un ajuste macroeconómico, sino que la nueva realidad mundial obligaba, en un momento especialmente difícil, a reformar profundamente la economía chilena. Demostró así que era un verdadero estadista y sin que nadie pudiera haberlo imaginado, dada su formación e historia, enfrentó la compleja tarea de refundar la economía chilena que había terminado de ser destruida en el gobierno anterior. Tuvo la visión que se debía seguir el camino de la modernidad y no el de la ideología. Las reformas y cambios fueron múltiples. Desde controlar el gasto irracional del sector público hasta diseñar una estrategia única para focalizar en los más necesitados el gasto público. Desde normalizar las relaciones con los inversionistas externos hasta la creación de una legislación de inversión extranjera que ha sido la base de los grandes proyectos que explican gran parte del crecimiento de Chile. La lista es inagotable: contener la inflación, crear un Banco Central autónomo, equilibrar las cuentas fiscales, abrir espacios al sector privado, crear un nuevo sistema de pensiones, entre otros. Y la más visionaria: abrir la economía.
Nadie habría esperado del Presidente Pinochet y de su gobierno que refundara la economía chilena.
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